miércoles, 1 de marzo de 2017

De viaje al infierno en cincuenta segundos



(Inicio)

Todo va demasiado rápido.
El corazón y el pulso se aceleran y veo luces blancas diminutas a mí alrededor. Luces hermosas que aparecen y desaparecen en un segundo como estrellas y me alertan que debo sentarme lo más pronto posible o caeré.
Todo deja de importar y los pensamientos que me acompañan de pronto se van. Miro a mi alrededor para buscar algo en que apoyarme. Sin aviso, el bolso se convierte en una pesa de cien kilos, la chaqueta son otros cien y las botas de invierno aprietan más que de costumbre.
Bajo el bolso al piso y desabrocho los botones de la chaqueta.
Intento mantener la calma para no llamar la atención, pero sé que se trata de esos episodios de los que me advirtió la doctora en Colombia.
Siento que la temperatura de mi cuerpo comienza a cambiar. Todo se pone caliente, mis piernas y mis manos se hinchan, encalambran y duelen mucho. Siento que debo cerrar los ojos y no parar de respirar.
La respiración es pesada y me duele el pecho, la cabeza y si es posible imaginarlo, el alma también. ¿Por qué? No sé.
No hay sillas disponibles. Maldita sea! estoy sudando... mi cabeza se apoya en la ventana de la puerta del metro y lo mejor que puedo hacer es cerrar los ojos.
Afortunadamente la velocidad del tren disminuye, parece que llegamos a una estación y siento que puedo subir el bolso de nuevo y buscar la botella de agua que Diego empacó en mi bolso antes de salir. Tomo un poco y trato de hacer más profunda la respiración. 
Parece que está pasando, ahora al menos puedo abrir los ojos y siento el sudor frío bajar por mi rostro. Las estrellas se van, los calambres comienzan a detenerse y solo queda la pesadez y un ligero dolor en las piernas. 
Una silla, gracias a dios… me siento y todo mi cuerpo parece adherirse a la pasta plástica.
¿Qué diablos fue eso?
Lo único que pienso es en el trayecto que debo caminar del metro a la escuela de francés. Siento miedo de caerme y aporrear al bebé, miedo de no entender qué pasó y que sin previo aviso o control, vuelva a suceder.
Finalmente mi estación.
Debo bajarme y enfrentar esta mierda.
Recuerdo que me limpié la frente con un pañito húmedo, cerré la chaqueta y caminé lento. Cuando salí de la estación bajé la capucha para sentir el viento y la nieve en mi cara. Que delicia! Los copos se derriten en mi cara, me refrescan y todo parece volver a la normalidad.  

Esta vez pude con todo. Recuperé el control de mi cuerpo en un instante, pero con el alma, esa es otra historia. Este episodio fue el aviso, fue la llegada de una tristeza que se instaló hasta hace poco sin permiso. 

sábado, 25 de febrero de 2017

Al infinito


Para papá.

"La eternidad no es ni un espacio ni un tiempo. Porque el espacio y el tiempo poco significan. Es saber que nuestra verdadera naturaleza vive simultáneamente en algún lugar del espacio y el tiempo". Johann Sebastian Bach. 


sábado, 26 de marzo de 2016

Días color chocolate



A unos pocos kilómetros de Bello, saliendo por la carretera Norte pero mucho antes de llegar a Copacabana, existe una vereda llamada Guasimalito. 
Mi familia paterna se crió ahí. Vivían en una casa finca con tres cuartos, un baño sencillo pero una cocina propia para alimentar un batallón.
Perdida entre arboles de mangos, guayabos, pencas y plátano, sabía que estaba llegando cuando ese olor seco y fuerte del cacao al sol, se volvía cada vez más cercano e iba impregnando cada parte de mí ropa, como si para poder entrar, tuviera que dejar los olores de la ciudad afuera. Entonces sabía que había llegado. Estaba en la casa de la abuela.    
Sin importar la hora, el fogón de leña siempre estaba prendido. El Mono, perro con pedigrí de dudosa procedencia, siempre estaba acostado al lado de la candela, pero atento a lo que se avecinaba con el único ojo que le quedaba. Era el encargado de avisarle que alguien se acercaba, y ella, al saber que su ladrido tenía más de lamento que de temor, salía con su comadre a darme la bienvenida. Siempre hubo besos y mucha alegría por la llegada de cualquiera de la familia.
Una vez terminaba de descargar y entregarle las cosas que mis papas le habían mandado, me acercaba a la cocina donde me esperaba una totuma de guarapo frío y el Mono para una buena dosis de cariño. Sin duda, lo que más recuerdo de visitarla era verla en la cocina haciendo lo que más disfrutaba con su comadre, después de una buena cosecha de cacaos. ¡Chocolate!
La abuela ponía el cacao en una parrilla hirviente  y cuando ya estaba seco y listo  lo pasaba a una piedra larga y ovalada, en la que la comadre comenzaba a triturarlo con un moledor de madera. Como a cierta parte de la cocina se entraba el sol de la tarde, la comadre movía la piedra para el corredor principal, donde extendía una estera de paja en el piso y arrodillada contra la piedra, la presión del cuerpo hacia el proceso de trituración más rápido, fresco y cómodo.
68 años tenía Rosalina en ese momento. Era una mujer troza con manos gruesas, arrugadas y varias cicatrices gracias a los hijos, al fogón de leña y como pago por insistir en continuar viviendo, casi todo el tiempo sola, en aquella casita. Ahora adulta no logro imaginarme una mujer como ella en un asilo en la ciudad. Siempre nos dijo que tenerla en un lugar así le hubiera destrozado el alma y solo hasta ahora entiendo el porqué de la decisión de mi familia en dejarla pasar sus últimos días allí.   


Después de un rato cambiaban de tarea y cuando ya había una buena cantidad del cacao en polvo, lo recogían en una totuma y lo echaban en una olla con clavos de canela y agua hirviendo. La comadre revolvía suavemente varias veces con el molinillo y por fin, llegaba la primera tasa de chocolate. Siempre me dijo que esa tasa le daba tanto placer, que hasta se le olvidaban las varices, la artritis y el insistente dolor en las rodillas.
Cuando fui adulta supe que mi abuelo conquisto a Rosalina llevándole ollas y gallinas. Ella hacia parte de una de las tantas tribus indígenas del Oriente antioqueño y después de varias visitas, su matrimonio no dio espera. Del idilio dieron fruto solo dos hijos, entre ellos mi papá, Abelardo, quien no me perdonaba que llegara a Medellín sin las bolas de chocolate con almendras que hacia Rosalina. 
Pero para poder llevarlas, el ritual empezaba el sábado desde muy temprano. El Mono era el encargado de darnos los buenos días y entre los ladridos juguetones y las gallinas corriendo y tumbando todo a su paso, no había otra que levantarse. Esta vez era yo quien molía el chocolate, ellas lo recogían y lo mezclaban con el azúcar y las almendras, que previamente también habían sido trituradas por la comadre.
La mezcla se perdía en sus manos. Una vez estaban listas y después de mucho amasarlas, sabíamos que estaban perfectas y podíamos colocarlas en una caja de madera. Mi abuela partía con la comadre la mitad exacta del producido y cada una comía dos o tres mientras la comadre las envolvía en papel aluminio para que no se derritieran en la llegada a Medellín.
En la cocina aprendí a apreciar del silencio, las miradas maliciosas y las sonrisas cómplices. Aunque siempre había espacio para la recocha, cada una debía estar muy concentrada porque el secreto de estas recetas, como decía Rosalina, está en el proceso. En el encuentro que tu mente y tu cuerpo tiene con los ingredientes y en la memoria que va quedando en las manos con el disfrute de hacerlas cada vez que se repite la receta.
“Ya puedes irte en paz”, me decían cada vez que acabábamos. Después de mucho tiempo entendí, que más que una receta o enclaustrarse a somatizar las fatalidades citadinas en una cocina, este ritual me lo enseñó para que continuara viva su dulce y extensa memoria.
¡Y así fue!



martes, 23 de abril de 2013

HELENA



No sé cómo explicarte.
Te siento en lo más profundo de mi ser. De hecho no sé ni siquiera si tengo que explicarlo y tampoco sabría a quién. Sé que estás dentro de mi, y con eso me basta. En alguna parte del universo y sin alguna razón, eres como un algo intangible que me está doliendo en lo más profundo por estos días. Eres como una cortada que no quiere parar de sangrar. Una sensación de impotencia que no se supera.

Hay quienes dicen que en este mundo se vive y se muere en un segundo, por eso, tu no presencia es mi amuleto. Un algo del que agarrarme en medio del orden o del caos. Una oportunidad para cuestionarme, para desprenderme de un destino de gitanos que se supone es el señalado y con el que no estoy de acuerdo.
No sé de tu rostro, ni de tu olor, ni de tu sonrisa. Por alguna razón, sé que me acompañas en la ausencia y me basta con imaginarte.

Siempre he querido pensar que una presencia me cuida. Un algo suave, con movimiento lento y un poco distante...
¿Podrías ser acaso lo que me pone a pensar una decisión más de una vez?
Nunca he podido explicarle a nadie qué lo produce. Te culpo por eso... después de todo alguien debe asumir esa responsabilidad.
Sinceramente creo que a veces pensar tanto finaliza en el agotamiento y la decisión más acertada es lo que menos termina importando.
Mira a dónde hemos llegado... solo por escapar, adelantamos lo impensable.
Hay querida Helena, quiero que sepas que estás es mi cabeza, con mis deseos más puros y en el recuerdo que se perpetua para siempre. Aquel que queda en la sangre. El que desgarra y nunca se olvida.
Eres una mezcla de ternura, eres el producto de la aventura.
No sé qué podría enseñarte sobre la aventura, tal vez ni siquiera yo he tenido la mía.

Tal vez me duele pensarte dormida entre redes y como buena sirena, quedaste atrapada y no puedes salir.
Sin duda alguna, un solo canto tuyo sería el fin...
Helena, el universo todavía es tu casa y el viento quien te acompaña. Por eso hoy te devuelves, sin rencores, sin remordimientos.
¿Puede saberse algo confiable del viento?
Quizá, querida...
Él nunca te va abandonar. Estará siempre para ti y cuando sea el momento te va avisar.

De haber tenido otra posibilidad, seguro te hubiera llamado Helena. Como aquella diosa. Serias un acertijo de la belleza, una chica digna de tu procedencia. Por ahora solo un poco de todo y de nada también. Muchas palabras que no llevan a nada, pero que dicen un poco de todo.

Ya llegará el momento Helena, esta vez solo puedo agradecerte tu ausencia y ganar tu estadía.

¡Te deseo un buen viaje!

¿El poeta danes!

jueves, 15 de marzo de 2012

Suspiro

Quisiera poder abrazarte hasta que nuestros brazos se cansen de luchar por mantenerse juntos.
También quisiera poder besarte hasta que se me hinchen los labios.
¡Pero no puedo mentirte! Por estos días disfruto de tu ausencia, pues ahora, prefiero imaginarte que sufrirte.
Me consuela saber que existes y aunque por ahora sea en lo más recóndito de mis pensamientos, espero que llegue un momento en el que las fuerzas cósmicas o los rumbos de esta vida loca… ¡como prefieras llamarlo! nos junten por fin y podamos simplemente dormir bajo ese cielo alcahueta, al que no se le puede negar nada y lo permite todo.

sábado, 10 de marzo de 2012

En el Oriente está guardada una Concha preciosa


Al recorrer las diversas carreteras de esta extensa Antioquia, una colcha de retazos de diversos colores, acompaña y alegra el recorrido. 

El verde es el principal color. 
Amarillos, morados, rojos, todos colores vivos, representan que aún en esta época de globalización y “progreso”, prevalece una forma de vida campesina que ya cansada de la violencia, el desplazamiento y los abusos, retorna a sus tierras para comenzar de nuevo.

El Oriente antioqueño ha sido protagonista de ese retorno, es una de las regiones que más ha sufrido de las consecuencias de la violencia y cada uno de sus municipios está desarrollando estrategias para poder garantizar una vida digna a sus nativos. 
A 75 kilómetros de la ciudad de Medellín se encuentra el municipio de Concepción, o La Concha, como coloquialmente se le conoce. Este pueblo posee una extensión de 167 kilómetros cuadrados, limita en el norte con los municipios de Barbosa y Santo Domingo, por el este con Alejandría, por el sur con El Peñol y San Vicente, y por el oeste con Barbosa.

Inicialmente este territorio estaba ocupado por indígenas tahamíes y caribes y al descubrir que entre sus montañas había oro, llegaron pobladores colonos sobretodo de Santa Fe de Antioquia hace 300 años, para aprovechar las minas y asentarse en el lugar. Hoy se conoce como Concepción, la nombraron Real de Minas de la Inmaculada Concepción y con el tiempo el nombre se transformado de tal manera, que en terminales de trasporte solo le entienden si dice que va para La Concha.

Uno de los personajes más representativos que llegaron, era el capitán español Diego Fernández de Barbosa, por quien más adelante se le atribuiría al lugar el nombre de Hatillo de Barbosa o Potrero de Barbosa. Nombres que en la actualidad, comparten algunas localidades vecinas. Otra de las particularidades que tiene la historia de Concepción, y que va a ser determinante en el nacimiento y desarrollo de su identidad, es que dentro de esos colonos había muchos devotos de la Virgen de la Inmaculada Concepción. Va a ser en honor a ella que van a nombrar algunas de las minas y más adelante, al pueblo como tal.

Llegar
Una brisa suave es la encargada de dar la bienvenida cuando al llegar, uno se enfrenta con un pueblo impecable y tranquilo. El sonido de los pájaros y la sensación de respirar un aire diferente al de la ciudad, es clave para olvidar el trayecto de casi de dos horas por la carretera destapada.
Pero Concepción tiene varios problemas. El acceso al pueblo es grave y aunque se han mandando peticiones a la Gobernación para mejorar y pavimentar la carretera Medellín-Concepción, este es un tema algo utópico del que la gente prefiere no hablar demasiado, ya sea por temor a lo que representaría tener que fortalecerse en turismo, o por la tristeza que les da saber que no son una prioridad para el departamento de Antioquia.

“La pavimentación de las carreteras que nos unen a Medellín por San Vicente y por Barbosa, han sido un anhelo de nuestro pueblo que siempre se ha visto frustrado por la desidia de los anteriores gobernadores”, expresa José Toblas Salazar, periodista del periódico La Concha.
El camino es intransitable y en invierno empeora dejando al pueblo incomunicado. Lo que se pide en la actualidad es que la carretera sea ampliada y pavimentada, de manera que pueda transitarse con tranquilidad y no se afecte ni el transporte, ni las comunicaciones.
“Esta petición ha quedado en el vacío hasta este momento. Las administraciones pasadas siempre nos han prometido solución al problema, pero se han olvidado pronto de nuestra evidente y urgente necesidad”, finaliza el periodista.  
En teoría viven 4.500 habitantes en La Concha. Personas tímidas pero al mismo tiempo amables que no tienen ningún reparo en prestar algún servicio a quienes llegan. Una de las impresiones al llegar, es la evidente falta de carros, adultos, niños y de jóvenes, menos.   
Como si fuera poco, este municipio cuenta con hermosos paisajes, la plaza colonial más linda del Oriente antioqueno e historias populares que tanto añoramos los paisas; pero por las actuales vías no se puede pensar en turismo, ni en comercio, ni en desarrollo económico o social.
A la plaza la compone una arquitectura colonial que desde 1771 prevalece y logra mimetizarse de tal manera, que uno cree estar en un sueño. Casas de techos altos y balcones anchos de todos los colores, es la continuación a la relajación visual.
Hay muy buenos recuerdos de la gente y por un momento, tanto por la topografía, como por la manera en la que hablan de su pueblo, podría compararse ese paisaje y sus habitantes con la película y los personajes de “Qué verde era mi valle”, de John Ford.  Es un ambiente placido, sin duda un lugar para tener hijos.  Pero desafortunadamente el problema además de las vías, es que en la actualidad tienen un grave problema social con los niños y jóvenes. 
“Desde hace cinco años se está viendo mucha droga. No hay voluntad de las autoridades para brindarles oportunidades a los jóvenes y actividades a los niños. La mayoría de la gente que vive aquí, no tiene el dinero suficiente para enviar a los muchachos a estudiar a Medellín cuando terminan el bachillerato y esto produce demasiado tiempo libre”, opina Gabriela Zuluaga, habitante de La Concha.
Aunque la mayoría de la población la componen viejos de sombrero y pocho o señoras bajitas y recatadas, de vez en cuando un niño o una joven pasa y rompe con la cotidianidad. Lo que da mucho qué pensar, es que debido a la falta de espacios y actividades culturales y educativas, tanto niños como jóvenes desarrollan oficios y actividades de adultos. El problema no es de infraestructura, todas las veredas tienen escuelas; las dificultades se evidencian en los pocos proyectos que hay para los jóvenes con el agro, haciendo que estos ya no quieren estar o trabajar el campo.
“Ahora estudio, tengo 15 años y estoy en octavo. En mis tiempos libres me dedico a la minería en Catea, pero hay muchos amigos míos que están metidos con droga y están empezando a robar en las casas para poder consumir, Ese fue un regalo que nos dejaron los paramilitares”, expresa  Gabriel Valencia, joven del pueblo.
Volver
Debido a la situación de violencia inicialmente con la guerrilla y después con los paramilitares, la dinámica social de Concepción es compleja y aún no se recupera. Cuando las masacres empezaron había 7.500 personas viviendo en el pueblo. Ahora, entre los que permanecieron y han ido llegando con la esperanza de establecerse y comenzar una nueva vida, hay alrededor de 4.500 habitantes.
“El conflicto aquí tuvo varias particularidades; en la etapa final a la gente le tocó sobrevivir al bloque Metro, el Cacique Nutibara y Héroes de Granada. Cada uno de esos bloques paramilitares tuvo incidencia en las masacres, desplazamiento y el conflicto”, comenta Haicer Orozco, Personero de Concepción.  
Sin embargo, según el Personero, en Concepción no se dio despojo de tierras; los casos de desplazamiento fueron aislados y ninguno de los procesos de violencia es comparable con otros lugares del departamento, como San Carlos, San Luis o Granada.
Las razones que más pesan para el retorno, son la tranquilidad, el silencio, los paisajes, la arquitectura colonial, los ríos y volver al terruño. Las personas se están devolviendo por que creen que es un buen lugar para estar tranquilos.

Parece mentira que todavía existan lugares donde el tiempo parece detenerse. Pero al no tener una buena oferta de empleo, la gente trabaja y vive con las “uñas” y los borrachos, recostados en las calles evidencian un problema social al que hay que ponerle atención. 

La poca producción es para suplir la alimentación básica, lo que sobra va a las tiendas del pueblo; la otra posibilidad de trabajo sería la minería y la elaboración de textiles, pero todos estos son empleos informales que no generan mayores ingresos. 
Concepción todavía es un pueblo conservador en sus tradiciones y liberal en su política, donde además se le teme al turista y se le considera el peor de los depredadores. Sus habitantes esperan que al problema de los jóvenes y a las carreteras se le preste atención y que a más tardar este año, las dinámicas empiecen a cambiar para mejorar.
“Como pintor, yo decidí regresar por la tranquilidad y porque vivir en un pueblo es más económico, sobretodo ahora que tengo una niña; pero Concepción tiene muchos problemas ahora, y en mi caso, no es que no esté de acuerdo con fortalecer el turismo, pero opino que primero debería desarrollarse una cultura turística para la población, y después sí pensar en arreglar las carreteras”, finaliza Rafael García, artista y habitante del La Concha.